CATÓN EL VIEJO, EL ROMANO INCORRUPTIBLE

Famoso por su austeridad personal y por su patriotismo, Marco Porcio Catón intentó, desde su cargo de censor, que los romanos volvieran a las costumbres puras de sus antepasados.

Ser un «catón», según el diccionario de la Real Academia Española, es lo mismo que ser un censor severo, alguien que critica o censura los comportamientos de otras personas que considera inmorales. El mismo diccionario señala que tal palabra proviene de un personaje singular, Marco Porcio Catón, llamado el Viejo o el Censor para diferenciarlo de otros Catones famosos de la historia de Roma, como su bisnieto Catón de Útica, que prefirió el suicidio antes que entregarse a su enemigo Julio César. Ya en la misma Antigüedad, Catón el Viejo dejó fama de hombre de moral estricta e intachable. Según el historiador griego Plutarco, los que eran reprendidos por alguna causa respondían que ellos no eran Catones, es decir, que no eran perfectos. Un siglo después de su muerte, Cicerón, en su diálogo Sobre la vejez, introducía como personaje a Catón, a quien presentaba como un anciano de espíritu juvenil; otro de los personajes del diálogo, Escipión, elogiaba su «sabiduría», que «nunca he visto que te resulte pesada».

Marco Porcio Prisco nació en el año 234 a.C. en Túsculo, una ciudad del Lacio que dos siglos antes se había convertido en aliada de Roma. Porcio era un labriego fornido, trabajador y con grandes dotes para la oratoria. Debido precisamente a su don de palabra y a los pleitos en que empezó a defender a sus paisanos, sus paisanos olvidaron su apellido (cognomen) Prisco y comenzaron a llamarle Cato o Catón, que significa «sabio».

Marco Porcio Catón era vecino de un noble romano, Marcio Curio, famoso por su frugalidad y a quien Catón decidió imitar en todo. Siendo joven, Catón se unió al ejército y en 209 a.C. participó en la conquista de Tarento, antigua colonia griega en el sur de Italia. Fue entonces cuando entró en contacto con la filosofía helénica. Más tarde, otro vecino suyo de Túsculo, Valerio Flaco, admirado de su austero modo de vida, le propuso trasladarse a Roma con él para iniciarse en la vida pública.

De soldado a gobernador

Fue así como Catón emprendió el cursus honorum, la carrera de honores típica de los ciudadanos romanos. Tras actuar como abogado en el Foro fue elegido primero tribuno militar y poco después cuestor (pagador del ejército). En el ejercicio de estos dos cargos intervino en la guerra contra Cartago. Fue durante la campaña de África cuando comenzó su enemistad con Escipión el Africano. Catón le reprochaba «la inmensa cantidad de dinero que gastaba y lo puerilmente que perdía el tiempo en las palestras y los teatros», a lo que el Africano le respondía airadamente «que contara las victorias, y no el dinero».

Tras su cuestura, Catón ingresó en el Senado. En el año 199 a. C. fue elegido edil plebeyo y dos años después fue gobernador en Cerdeña. En estos años se labró una reputación de gobernante honrado, que jamás tocó una moneda que perteneciera a la República, y también obtuvo una gran fama como orador, que le valió el apodo de «Demóstenes romano». Catón era conocido en toda la ciudad por su afición al ahorro, rayana incluso en la tacañería, y su gusto por la comida y el vestido sencillos y sin ostentación. Pero también destacó como hombre de negocios, dedicado a empresas de fletes marítimos y a sus campos de cultivo. Plutarco, en su biografía, le reprocha su afición desmedida a amasar una fortuna y el duro trato que dispensaba a los esclavos de su hacienda.

El consulado

Tras su exitoso gobierno de Cerdeña, en el año 195 a.C. Catón fue elegido para la más alta magistratura romana: el consulado. Su colega en el cargo fue su amigo y vecino de Túsculo, Valerio Flaco. A continuación a Catón le tocó en suerte la provincia de Hispania Citerior. Cerca de Ampurias derrotó a una coalición de rebeldes y se dice que tomó trescientas localidades enemigas. Su rival Escipión el Africano consiguió el gobierno de esa misma provincia tras él y se apresuró a viajar allí para evitar que Catón continuara obteniendo fama con sus victorias. El botín conseguido por Catón fue a parar íntegramente al erario público, salvo una cuantiosa recompensa que otorgó a sus soldados. Él, en cambio, no tomó nada para sí; de hecho, a su querido caballo, con el que había conseguido tantas victorias, lo dejó en Hispania para no encarecer el transporte de vuelta a Roma.

Una vez en la capital, en vez de dedicarse al ocio que su carrera política y militar le aseguraba, decidió volver a empezar y se ofreció como simple oficial o legado a otros generales y gobernadores provinciales. Así, acompañó como tribuno militar al cónsul Manio Acilio Glabrio a Grecia para luchar contra Antíoco III de Siria, quien había invadido la región y soliviantado a las ciudades griegas contra Roma. Tras contribuir de manera decisiva a la victoria de Acilio en la batalla de las Termópilas, en el año 191 a.C., liderando personalmente la carga contra la retaguardia griega, Catón regresó a Roma.

Así, con 44 años, Catón dio por finalizada su carrera militar. Pero no por ello se apagaron sus ambiciones políticas. Al contrario, su aspiración se dirigió a uno de los cargos más prestigiosos de la República: el de censor. Básicamente, un censor era el encargado de elaborar el censo de ciudadanos romanos, decidiendo quién podía ser considerado como tal y también quién tenía derecho a ser senador y caballero. Esto le daba potestad de expulsar a quienes no se ajustaran a las virtudes exigidas en dichos órdenes. Los censores se convirtieron, así, en una especie de policía moral, muy respetada por los romanos.

La conciencia de Roma

El interés de Catón por este cargo se explica por su decidido propósito de restablecer en Roma lo que él consideraba como la auténtica moral romana. Catón estaba indignado por la influencia de la cultura y las costumbres griegas, que consideraba depravadas y nocivas. Consideraba la higiene personal y la costumbre de afeitarse como una forma de afeminamiento, y por ello quiso poner de moda las túnicas de lana raídas y las barbas descuidadas. También lanzó resonantes acusaciones de corrupción contra destacados miembros de la élite romana. Denunció a su antiguo jefe militar, Acilio Glabrio, por haber aceptado sobornos, y poco después a Escipión Asiático, el hermano del Africano, por haber aceptado dinero de Antíoco. Estas actuaciones acrecentaron su popularidad, hasta que en 184 a.C. fue por fin nombrado censor.

Durante el ejercicio de su cargo Catón consiguió revisar las listas de senadores y caballeros, aprobó medidas contra los publicanos (los recaudadores de impuestos, a los que el pueblo odiaba por su codicia) y decretó duros impuestos sobre la compra de los artículos que consideraba de lujo, como vestidos, carruajes o vajillas. Durante años se le vio yendo y viniendo por el Foro, defendiendo causas, apoyando reformas, intentando volver a la supuesta severidad de los antepasados. En todos esos tejemanejes, sus dichos graciosos se hicieron famosos, y con el tiempo se llegó a formar una colección de ellos, los «dichos de Catón».

Pero en su vida personal Catón no estuvo siempre a la altura de lo que exigía a los demás o, al menos, así se lo reprocharon. Habiendo enviudado de su mujer y teniendo ya un hijo crecido, empezó un «romance» con una doncella que no sólo era mucho más joven que él sino que también era la hija de uno de sus libertos, algo poco apropiado para un ex cónsul y ex censor. Cuando la historia se supo en Roma, Catón se casó con la muchacha y tuvo un hijo de ella.

Guerra sin cuartel

Ni siquiera cuando ya era un octogenario dejó Catón de actuar como autoridad moral ante sus conciudadanos y de advertirles sobre los peligros del contacto con el extranjero. En el año 155 a.C. hizo que expulsaran de Roma a los embajadores de Atenas, por la mala influencia que ejercían en la vida romana, según decía. Al mismo tiempo, con la excusa de apoyar a Masinisa, rey de Numidia que era aliado de Roma, alertó a sus compatriotas de la amenaza para su seguridad que suponía Cartago, a la que instaba a borrar del mapa. El cauto Catón, el censor severo, no alcanzó a ver el resultado de sus discursos. Pocos meses después de su muerte, a los 85 años, Cartago fue destruida implacablemente por el ejército romano, y su perímetro urbano quedó sembrado con sal para que nada volviera a crecer.

Sin embargo, pocas de las medidas apoyadas por Catón para disciplinar a los romanos pervivieron mucho tiempo. Un siglo después, en plena crisis de la República, su figura de patriota inflexible se recordaba con nostalgia, como un hombre perteneciente a otra época.

Fuente: National Geographic

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