EL INFRAMUNDO ETRUSCO. LOS DIOSES DEL MÁS ALLÁ

En la refinada civilización etrusca, los difuntos eran despedidos con banquetes y juegos funerarios antes de emprender el viaje al mundo de ultratumba.

Vitales, amantes del lujo, grandes constructores, los etruscos fueron también un pueblo intensamente religioso. Así lo observaron numerosos autores de la Antigüedad. El historiador romano Tito Livio afirmaba que el etrusco era «el pueblo más dedicado que cualquier otro a las prácticas religiosas, en cuanto que cultivaba una técnica especial en estas materias». Se creía, incluso, que la palabra ceremonia, caerimonia en latín, procedía de Caere, una de las ciudades más importantes de Etruria y que, en palabras de Valerio Máximo, «siempre había mostrado gran veneración hacia las personas y objetos religiosos». Los tratadistas cristianos mantenían esta idea, aunque imprimiéndole una connotación negativa; según Arnobio, que escribió en el siglo IV, Etruria era la «creadora y madre de todas las supersticiones».

Las creencias en la vida de ultratumba pesaron mucho en el comportamiento de los etruscos. Una parte de su literatura sagrada se refería precisamente a las fórmulas y ceremonias que era necesario cumplir para que el difunto alcanzara la felicidad en el más allá. Los rituales relativos al mundo funerario comprendían diversos elementos, que conocemos, al igual que otros aspectos de la religión etrusca, a través de la riquísima pintura mural de las tumbas y de los relieves esculpidos sobre sarcófagos y urnas. También sabemos algo gracias a las modernas excavaciones arqueológicas. Así, en la antesala de algunas grandes tumbas, se ha podido identificar una estructura arquitectónica definida por un vestíbulo a cielo abierto y provista en ocasiones de un graderío, que servía como espacio para la celebración de las ceremonias fúnebres.

Los monumentos contienen escenas relativas a estos rituales, como la exposición del cadáver, mostrado de manera muy realista; éste es el momento de la música y de las lamentaciones, que a veces evolucionan hacia una verdadera danza. También se representa en algunos relieves la escena del traslado del cadáver, procesión luctuosa que posteriormente será sustituida por la representación del viaje al más allá. Otras imágenes, especialmente aquellas relativas a banquetes y a juegos, no siempre son testimonio de ceremonias fúnebres, sino que en muchos casos bien podrían evocar el estilo de vida del difunto, aunque se sabe que tales acciones encerraban asimismo un carácter funerario.

Uno de los rituales funerarios que se llevaban a cabo era el conocido como «juego de Phersu», por el nombre de uno de sus protagonistas. En algunas pinturas aparece un hombre casi desnudo, con la cabeza tapada con un saco y armado de una maza o una espada, que es atacado por un perro que ya le ha producido heridas; junto a él hay otra figura, llamada Phersu en una inscripción, con el rostro cubierto con una máscara y llevando en la mano una cuerda que se enlaza en la pierna de la víctima. El fin del juego no puede ser otro que la muerte del encapuchado por los ataques del perro, azuzado por Phersu, de manera que estamos ante una especie de sacrificio humano en honor del difunto.

Los etruscos creían que, tras la muerte, el alma del difunto emprendía un viaje al Más Allá, al reino de los muertos. Este tránsito se representaba de diferentes maneras. En la época arcaica parece que se imaginaba un viaje marítimo. Algunas escenas muestran al difunto montado en monstruos marinos, como los hipocampos, tal como se ve en una famosa escultura procedente de Vulci. Otras veces parece que el proceso se desarrolla en etapas, pues junto a la imagen del difunto montado sobre un caballo figura un monstruo marino en actitud de espera. Lo más corriente, sin embargo, era seguir la vía terrestre, a través de distintas fases que aparecen representadas en el arte etrusco. Algunas pinturas y relieves muestran cómo los familiares desfilan ante el difunto, quien es conducido por demonios hacia el Más Allá. Otras veces, si el difunto tuvo en vida una posición relevante, el viaje a ultratumba toma la forma de un cortejo triunfal, en el que el protagonista se vanagloria de su papel como antiguo magistrado.

El límite entre el universo de los vivos y el de los muertos quedaba marcado con claridad. En el famoso sarcófago de una mujer llamada Hasti Afunei, procedente de Clusium (actual Chiusi), el límite se señala mediante una muralla, con una puerta entreabierta guardada por una figura femenina llamada Culsu. La función de umbral puede desempeñarla también una gran roca. Estas puertas son un motivo muy extendido en la decoración de los monumentos funerarios y aunque se discute si siempre deben interpretarse del mismo modo, su función simbólica de acceso al mundo de ultratumba parece ser la más adecuada. De ahí la idea de la tumba como «antecámara» de los infiernos, de donde parte el viaje definitivo.

En este viaje final intervenían diversos demonios o genios, de los que solamente algunos son mencionados por su nombre. La representación de estos seres es muy frecuente en los monumentos funerarios a partir del siglo IV a.C. Algunos se parecen, por su aspecto exterior, a figuras similares de la mitología griega, pero se ha demostrado que los demonios de la muerte no surgieron por influencia helénica, sino que ya estaban presentes en la religión etrusca desde los orígenes de su civilización.

En sus fases más antiguas, los demonios del mundo de ultratumba solían combinar un cuerpo de hombre con una cabeza de lobo o de ave de presa. En unos relieves de época tardía, que aparecen en urnas de Perugia y de Volterra, el demonio-lobo emerge de una estructura de forma circular parecida a la boca de un pozo que, sin duda, representa la entrada al infierno, y agarra a una de las figuras que le rodean en presencia de Vanth, un genio femenino de la muerte. Este demonio-lobo es, por tanto, un enviado del dios de los infiernos, cuya misión es atrapar a aquellos cuya muerte ya ha sido decretada.

Los más frecuentes entre los demonios son Charu y la mencionada Vanth. El primero es un personaje masculino, cuyo nombre deriva de Caronte, el barquero griego que trasladaba a los difuntos hasta el Hades cruzando la laguna Estigia. Sin embargo, ambas figuras, la etrusca y la griega, son muy diferentes. La apariencia de Charu es monstruosa: tiene nariz ganchuda, orejas de animal y a veces tiene grandes colmillos; además, su piel es de color azulado y con pústulas, como la carne en descomposición, y puede llevar alas, aunque por lo general se presenta sin ellas. Su principal atributo es un gran martillo, y a veces puede incorporar serpientes o unas llaves. La función del martillo no está clara, aunque se piensa que podría servir para abrir las puertas que conducen a los infiernos, cerradas con una gran tranca. Su principal función es anunciar a los moribundos el momento de la muerte, separándoles de sus familiares y amigos, y, a continuación, les guía en su viaje al Más Allá.

Vanth es el principal demonio femenino de la muerte. Se trata de un personaje alado, que se representa a menudo con una antorcha para iluminar el camino hacia los infiernos. Y, en efecto, su cometido más importante era acompañar a los difuntos en su viaje hacia el mundo de ultratumba. La antorcha es, asimismo, su principal atributo, pero también tiene otros como las serpientes, la espada, el rollo (donde estaba escrito el destino del difunto) y las llaves. Uno de los demonios de apariencia más terrorífica está representado en las pinturas de la tumba del Orco II de Tarquinia con el nombre de Tuchulcha, vigilante sobre los héroes griegos Teseo y Piritoo. Es una figura masculina, alada, cuya cabeza recuerda a la de un buitre por el pico de rapaz que tiene en lugar de nariz, con orejas bestiales y la carne de un color azulado.

Las representaciones del infierno etrusco estaban muy influidas por las ideas griegas del Más Allá. Los dioses que presidían este mundo eran Aita y Phersipnei, traducción en lengua etrusca de los dioses griegos Hades y Perséfone; ambos desempeñaban una función en la que habían sustituido a los dioses etruscos originarios. Sin embargo, tanto Aita como Phersipnei tenían rasgos etruscos propios: Aita aparece cubierto con una cabeza de lobo a modo de capucha, lo que inevitablemente recuerda al tradicional demonio-lobo etrusco, mientras que Phersipnei tiene los cabellos ensortijados y de ellos despuntan serpientes, a semejanza de los genios infernales femeninos.

La apariencia monstruosa de los demonios infernales puede dar la impresión de que para los etruscos el infierno era un lugar lóbrego y terrorífico, donde las almas de los difuntos eran amenazadas y maltratadas durante toda la eternidad. Pero no hay evidencia clara de que la religión etrusca contemplase la existencia del juicio y del castigo a los muertos. Cuando este motivo aparece sirve para escenificar mitos griegos y no refleja una idea propiamente etrusca. En realidad, los demonios etruscos no atemorizan, sino que su papel es sobre todo el de acompañar y guiar al difunto por los oscuros caminos que conducen al Más Allá. Los etruscos creían en la vida después de la muerte, pero lo que sobrevivía no era el cuerpo sino el alma (llamada en etrusco hinthial), que conservaba el mismo aspecto externo que cuando el individuo estaba vivo.

Al llegar al Más Allá, el difunto se encontraba con sus antepasados y pasaba a disfrutar de la vida en común con ellos. Esta nueva vida se imaginaba al estilo de la que se había llevado con anterioridad, y contribuía a reafirmar la permanencia del grupo familiar. La felicidad de la existencia de ultratumba se expresaba a través del banquete, servido por los demonios en compañía de los dioses infernales. El banquete que se celebraba en los funerales podía simbolizar el destino ideal y último del difunto, y en este sentido habría que entender la frecuente representación de figuras reclinadas, en actitud de banquetear, sobre las cubiertas de sarcófagos y urnas. En definitiva, del infierno etrusco no emana una sensación tan pesimista como cabría esperar de la terrorífica apariencia de sus moradores.

Para saber más
  • Los etruscos: pórtico de la historia de Roma. Federico Lara Peinado. Cátedra, Madrid, 2007.
  • Vida cotidiana de los etruscos. Jacques Heurgon. Temas de Hoy, Madrid, 1994.
  • Rasna, el pueblo olvidado. Mariangela Cerrino. Salamandra, Barcelona, 2001.

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